El vampiro es uno de los seres que
ha adquirido mayor fuerza simbólica en los últimos doscientos años de
occidente. Pero mucho antes de brillar como una vedette llena de lentejuelas a
la luz del sol, antes de merodear los pantanos de Luisiana, en un tiempo muy
anterior al que lo vistiera de mujer fatal, pretérito a esa figura con modismos
de un byroniano lord refinado, su mención ya hacía acelerar los corazones de la gente
eslava y de los pobladores del mediterráneo. Multiforme, de contornos
indefinidos, amparado por las sombras de la tradición sus principios rectores
han asaltado al hombre desde que descubrió que ese líquido rojo que le corría
por el cuerpo no debería andar saliéndosele.
Amor por la sangre, amor por la
noche, nostalgia por la vida. Seres envidiosos que no pueden soportar el latir
de un corazón que ya no es suyo. El vampiro es un insomne que se niega a
conciliar el último sueño y regresa a atormentar a quienes siguen vivos. El
vampiro es un agujero negro que succiona la vitalidad y el calor de los
durmientes, pero su existencia es un
vacio que lo deja en nada. Insaciable, se repite noche tras noche, intenta
paliar su soledad absoluta arrastrando a más seres a su condición. Una peste de
crecimiento arbóreo, ramificándose, anhelante por llegar a un cielo que sigue
igual de lejano, eso es el vampirismo para los espíritus, desde la Edad Media hasta
los umbrales del Siglo de las Luces.
Imaginemos una noche en la que nos
protegemos con la luz débil de una vela, o con un farol si somos afortunados.
La noche es cerrada, inunda el mundo alrededor de nuestra casa que se mantiene a
flote gracias a esa pequeña luz. Cada casa es una isla en un mar de negrura. El
mundo ha dejado de existir hasta el amanecer siguiente, afuera de la ventana:
el caos primordial, el peligro de un mundo sin formas donde las reglas a las que
está atada la carne ya no rigen. El vampiro es una de las múltiples formas que
puede adoptar esa negrura abisal. Y, a su vez, el vampiro también puede adoptar
diversos ropajes según la región en la que se encuentre: puede ser una mosca,
un murciélago, una rata, un lobo-perro o un perro-lobo. Todos seres asociados a
la carne muerta y al acto de comer. Aunque son más las veces en las que este
monstruo aparece simplemente con la forma que vestía cuando murió. Desde las
ventanas de nuestra pequeña casa podemos adivinarlo acechante, sintiendo
nuestro calor y relamiéndose. Y así es como al día siguiente nos enteramos por
nuestros vecinos de que hay alguien enfermo en el pueblo. Alguien cuyas fuerzas
están mermando, cuya vitalidad se consume como la leña en una hoguera para dejar
entrar el frío.
Y nuevamente la noche, nuevamente el
ritual de encerrarse, de intentar combatir la angustia nocturna. Y nuevamente
nos asomamos a esa nada por nuestra ventana que es el limen entre la forma y lo
informe. Sentimos la presencia que se adueña de las calles. Y nos enteramos, al
otro día, de una muerte que será muchas más en los próximos meses. Las
sospechas recaen no sobre los vivos sino sobre otros difuntos. Y Excavamos y
exhumamos y espiamos. Encontramos un cuerpo que nos parece lleno de vida,
caliente pero sabemos que es la sangre de otros la que da ese calor, que la
peste que hincó sus dientes en nuestro pueblo tiene esa cara que antes nos era
tan familiar, tan querida. Aquí se nos abren varias posibilidades que no
siempre tendrán el mismo efecto. Convencer al vampiro de que se mantenga en su
lugar requiere un argumento de madera, afilado que lo atraviese y lo deje
engrampado al ataúd. Otra posibilidad es la ablación de la cabeza. Si todo esto
no funciona, siempre está la opción de incinerarlo todo, purificarlo. Esta
acción debemos repetirla con todo aquel que ha sido atormentado por un vampiro
y ha muerto.
Aproximadamente esta es la
estructura semi-cristalizada de los relatos tradicionales de vampiros
(especialmente en la Europa mediterránea). Luego vendrán el ajo, los espejos,
los crucifijos y demás parafernalia que engalanará a esta aberración. Las
fuentes por las que nos llegan estas historias son variadas. Desde sentencias
judiciales medievales, pasando por informes médicos, hasta refutaciones como
las que realiza el benedictino Augustín Calmet. Ya en el siglo XIX Charles
Nodier en su libro Infernaliana (1822)
recopila varios casos de vampirismo tradicional. Tal vez, los dos casos de vampirismo más famosos, citados y parafraseados hasta el hartazgo, son los
de Peter Plogojowitz (1735) y de Arnold Paul (1725). Pero aunque podamos identificarlos con nombre
y apellido, el vampiro original es anónimo, porque puede ser cualquiera, porque
todos lo somos.
Atrás de esta figura se esconden otros seres
monstruosos relacionados con la resurrección y la sangre: lamias, empusas,
brujas y brujos con debilidad por la antropofagia, ghoules (hombres-lobo) y la peste. Siempre la peste, eterna,
inevitable, ingobernable. La peste toma forma humana. Aquel quien fuera mi
amigo, mi vecino, mi amante, es ahora el portador de la muerte. Al parecer la
creencia en los vampiros fue coincidente con los azotes de las pestes. Sin
embargo esto es una excusa. El poder del vampiro es muy superior a una
enfermedad, el poder del vampiro surge de nuestro miedo y anhelo por la muerte.
Está inscripto en el vértigo que nos provoca el pozo en la tierra. Ese pozo que
nos atrae y nos repele a la vez. El vampiro es esa imposibilidad infantil de
crecer, de cambiar, de mutar, de seguir. El vampiro es la piedra de Sísifo, eterno
trabajo estéril. Es deseo puro imposibilitado
de saciarse, una incapacidad de abandonarse al sueño de las tibias cruzadas.
Pero el vampiro es, también, una afirmación y una advertencia: todos alguna vez
fuimos el vampiro de alguien.
Bibliografía vampirizada en este artículo:
- Bajarlia, Juan Jacobo (1992): Drácula, el vampirismo y Bram Stoker, Buenos Aires, Almagesto, 1992.
- Borrmann, Norbert (1999): Vampirismo, el anhelo de la inmortalidad, Barcelona, Timun Mas, 1999.
- Nodier, Charles (1822): Infernaliana, Madrid, Valdemar, 1988.
- VVAA: Vampiros, Buenos Aires, Sur, 1961.
- VVAA: Zilele Draculi, las diversas caras del vampiro, Buenos Aires, EUDEBA, 2002.
No hay comentarios:
Publicar un comentario